La holguineridad entre mitos y leyendas

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Holguín leyendasFoto: Juan Pablo Carreras


Se dice que las leyendas no son más que los cuentos de un pueblo, esos que se trasmiten de generación en generación hasta que un buen día resulta prácticamente imposible asegurar o impugnar algún elemento de la historia, al menos no con absoluta convicción.


Y si de creencias populares se trata está muy bien servido el pueblo holguinero, el más simpático de Cuba, según el diario La Lucha en su concurso nacional del año 1922.


Nadie lo dude, el orgullo de los holguineros por su tierra inició desde el mismo instante en el que García Holguín fundó el hato entre los ríos Jigüe y Marañón; desde entonces esa “holguineridad” de la que hoy hablan los historiadores y que se extiende a todos los que portamos este gentilicio más allá de la demarcación, se encuentra fuertemente arraigada entre curiosidades y peculiares personajes que con el tiempo se han convertido en leyenda.


Ese es el caso del esclavo Taita Antonio, historia que referenciada por María Julia Guerra y Ángela Peña en su libro “Pasajes holguineros” fue tomada de la Revista La Defensa, publicación que se realizaba en el municipio de Antilla y trata una creencia popular que asegura que todo aquel que ha transitado entre los bosques que comunican a Antilla con la localidad de El Júcaro siente la escalofriante presencia del esclavo.


Maldición que según cuentan tuvo su origen el día que Taita Antonio decidió convertirse en negro cimarrón y se fugó de la finca Santa Lucía en busca de otros rebeldes como él, quienes supuestamente se encontraban en tierras de El Júcaro.


Sin embargo, sus intentos de libertad no durarían mucho, pues fue sorprendido mientras intentaba calmar su sed por el célebre prirata William Hastie, de los primeros habitantes de la península y propietario entre otras de una gran hacienda en El Júcaro, el cual con gran agilidad clavó en uno de sus tobillos el machete que portaba, dejando a Taita Antonio imposibilitado de cualquier intento de fuga.


Tiempo después los legítimos dueños del esclavo llegaron a recuperarlo, pero al constatar que no podía trabajar en el campo, debido a su cojera, pidieron una indemnización que fue pagada por Hastie, quien encomendó a Taita Antonio además de ciertas labores en la finca que se dedicara a procerear para aumentar así su dotación.


Fue entonces que comenzó su extraña manía por las bromas y, no importaba si era castigado o no, porque él una y otra vez se apoderaba de cuantas prendas o víveres tenían sus compañeros y los escondía en lo más intrincado del bosque solo por el placer de ver su desesperación por el objeto perdido.


Al morir las plantaciones de la finca El Júcaro comenzaron a secarse y todos aseguraron que se trató de una maldición de Taita Antonio para reirse a carcajadas de la improductividad que desde ese momento acompañó a las tierras.


Singular resulta la sanción que por malversación fue impuesta al carcelero Felipe Ibarra, quien después de la sentencia fue conocido en toda la comarca como Felipe Garrote por su extraordinaria invención de utilizar como trapiche el “garrote vil”, máquina patibularia que fue construida en el año 1821 por la abolición –en ese momento- de la horca para los condenados a muerte.


El instrumento que por años fue motivo de excursión de los pobladores a la cárcel para apreciarlo bien de cerca nunca llegó a emplearse, y una vez satisfecha la curiosidad de la gente quedó olvidado, por lo que al ser sustituido Felipe Garrote no lo entregó a su sucesor y decidió explotarlo para triturar cañas de azúcar.


La desaparición no se conoció hasta 1832 cuando el Cabildo por Real Orden solicitó el estado de conservación del aparato. ¿La sentencia? El financiamiento de una nueva máquina patibularia que le fue encomendada a los mismos creadores de la anterior: los maestros Francisco Fillóz y Bonifacio Cisneros.


Y para el final quedó el secreto de la prosperidad de La Casa Viú, al menos eso creyó su dueño Luis Manel Viú de Feria, quien convirtió su local ubicado en la esquina de las céntricas calles Aguilera y Mártires en la casa de las alpargatas, delicioso bocadito de unos 20 centímetros de largo que era preparado con pasta de chorizo español suavizado con mantequilla y al que le añadía lascas de jamón, queso grillé, pavo y pepinillos encurtidos.


Sin embargo, mucho antes de que alcanzara la popularidad por este plato, sus familiares y amigos no le auguraban éxito alguno ya que anterirmente había existido allí una funeraria que para colmo había quebrado, pero él insistió con su negocio de frutas y batidos.


Al parecer la inspiración le llegó con la visita de un santiaguero a quien le comentó sus ambiciones y este al retirarse le dio una merecida propina asegurando la prosperidad de su negocio. A las “alpargatas” se le sumaron luego otras recetas con grandes aportes a la luchería holguinera y todas con nombre de calzado.


Fue así como surgieron además las “bailarinas” y los “calzapollos”, este último en alusión a un zapato rústico, barato y resistente. El sitio que combinaba el buen servicio con la promoción eficaz se convirtió en los años ´50 en el lugar de preferencia de los estudiantes, artistas, intelectuales y turistas que llegaban hasta la ciudad de Holguín.


Incluso llegó a inspirar unos versos satíricos al gran Raúl Camayd y a Luis Manuel Viu, quienes compusieron algunas estrofas que eran apreciadas desde las vidrieras y en una de ellas podía leerse:


“Si lograra lo que quisiera
que es una cosa barata
pasarme la vida entera
saboreando una alpargata”.

 


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