La risa de Dios

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coronavirus

 

“Si quieres ver a Dios reír a carcajadas, cuéntale tus planes”, reza un aforismo lleno de sabiduría y referido a la debilidad de la previsión ante los avatares de la casualidad.

 

Eso ocurrió con mis 53 años. El miércoles 12, habría fiesta sorpresa, que yo no conocía pues sería sorpresa; un cake de chocolate; almuerzo familiar; la presencia de mi sobrino nieto, listo para ser iniciado en los ritos de la alegría, que cultivamos como acto de resistencia.

 

Sin embargo, el sábado 8 telefoneó mi tía menor con voz compungida: “Estamos en el hospital de Gibara porque mami se rompió un brazo”. Le pedí que tuviesen cuidado por la situación sanitaria y deseé que los dolores fuesen leves para la matriarca de más de nueve décadas. De todos modos, nada le impediría brindar con el brazo sano.

 

El domingo, mi madre informaba vía Samsung: “El niño está empachado”. ¿Empacho, con fiebre? “De 38”. Dale para el consultorio, que eso es COVID. Ella defendió la teoría empachística pero no era consistente, ni se sostuvo. El test rápido dio positivo. La pesadilla comenzaba de nuevo. Teníamos segunda temporada, luego de mi experiencia de 2021.

 

Un día después, cayó mi sobrino con fiebre, tos y malestar físico; le indicaron dexametazona, febrífugos y analgésicos. Durante la visita relámpago del lunes para llevarles “logística”, lucían como una familia fantasma. No nos tocamos; hubo intercambio de saludos y recomendaciones y un trasiego veloz de jabas, al estilo tráfico de teleserie.

 

La “baja” del martes fue mi padre, con fiebre de hasta 38 grados, malestar y estornudos. Mi paranoia crecía. El miércoles, mi madre y la esposa de mi sobrino tenían fiebre, malestar y dolor de garganta. La primera dio positivo al test de antígenos; la segunda, no; aunque desarrolló los síntomas. El PCR corroboró el diagnóstico de cada uno, y llegó el Nasalferón cada 12 horas.

 

Con la casa tomada por el SARS-CoV-2, se impuso preparar las defensas. Alentaba que el pequeño volviera a jugar con su conejo, aunque la foto donde coloca compresas en la frente de la bisabuela resulta dramática y conmovedora. Hubo cocimiento con hojas de orégano, limonero, naranjo, cerezo, guayabo y mango; Dipirona y Paracetamol; inhalaciones, reposo y aislamiento.

 

Mis septuagenarios padres clasificaban dentro del grupo de riesgo por múltiples comorbilidades; sin embargo, su estado físico general era un alivio: no había tos ni falta de aire, ni la fiebre se había repetido. La respuesta a la auscultación diaria por el personal sanitario: pulmones limpios. Así se mantuvieron todos durante esa semana interminable, cuando los efectos del interferón se confundieron con los del virus.

 

Mientras, mostraron síntomas, mi tía mayor, su hija y yerno, ambos positivos al test. “La mitad del pueblo tiene COVID y la otra, dengue”, exageró un amigo, alarmado. Para colmo, hubo lluvias y se descompusieron el glucómetro de mi madre diabética y el teléfono fijo de la casa paterna. Queda la anécdota del amable trabajador de Etecsa que acudió a revisar el aparato y se excusó asustado; y del cobrador de la Empresa Eléctrica, que sugirió el pago electrónico.

 

Sentimos miedo mas no hubo crisis. Su causa es evidente. Una certeza que repiten todos desde el primer día: estamos vacunados. Desde el pequeño, de casi cuatro años, hasta el mayor. Con el esquema completo de las vacunas cubanas. O sea, a salvo.

 

Del relajamiento de las medidas de protección para impedir o disminuir las posibilidades de enfermar, hablaríamos luego; pues su caso fue el mismo de decenas de paisanos, unidos por la diabólica trasmisibilidad.

 

Solo resta agradecer a los sanitarios del poblado de “Floro Pérez”, por la atención ofrecida: a los novatos que se foguean con el rebrote del coronavirus y al veterano de tantas guerras, el doctor Argelio, el holguinero que cargó la antorcha en las Olimpiadas de Río. Ellos marcan la diferencia entre el valor de una vida y el precio de una bata.

 

Mientras, la vida retoma el acompasado equilibrio de las horas.

 

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