Elegir
- Por Rosana Rivero Ricardo
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Lo atraparon con las manos en la masa O mejor, en el hacha. A pura combinación de maña y fuerza, de un preciso movimiento de muñecas con la rudeza que había cultivado en él el trabajo en el campo, había logrado tumbar el primero de los troncos.
Ya había avanzado bastante en el segundo. Comenzaría a herir al árbol por el lado contrario, hasta dejarlo casi como punta de lápiz, para luego amarrar y halar con una soga. El ruido de la caída sería la música triunfal de sus propósitos.
Llegaron ellos y le dijeron lo que ya sabía, que aquella no era zona para tumbar árboles y que no era la primera advertencia y que ahora sí debía acompañarlos la estación. No se opuso. Pero antes, tenían que dejarlo terminar la tarea. A fin de cuentas, aquella mata estaba herida de muerte y su tronco era el último poste que iba a necesitar para llevarle la corriente a su gente.
A Francisco le temían en las asambleas municipales cada vez que levantaba la mano. Lo notaba en las miradas, los cuchicheos. Pero tenía que representar a su gente, exponer sus dilemas para allanar el camino a las soluciones. En definitiva, el que no llora…
A Pancho, el delegado, todo el mundo lo quería en el pueblo. Ese sí los representa de verdad. Por eso, lo esperaron como a un héroe a la salida de la estación, donde los de adentro le despidieron con una palmada en el hombro izquierdo y un “usted es incorregible, pero es de los nuestros”. Y su gente le contó que ya el poste estaba sembrado y que solo faltaba a que vinieran la gente de la Empresa Eléctrica a tirar los cables.
Desde hace días la foto de Pancho está pegada en un improvisado mural de cartón, colocado en la puerta de la bodega del barrio. La imagen blanquinegra del guajiro, con su mejor camisa a cuadros, pudiese ir acompañada con un SE BUSCA, en letras grandes y negritas, porque alguna vez le extrajo al monte un poste eléctrico. Sin embargo, se acompaña de una breve autobiografía, donde no constan estudios superiores.
Tampoco la vez que estuvo al frente de su gente para levantar el tronco de palma que sembró un huracán del que ya no recuerda el nombre, sobre el techo de fibro de aquella misma bodega. Ni cuando guapeó los materiales para trastocar viejas maderas y guano en mampostería y zinc que hoy luce la humilde, pero eficiente escuelita de dos aulas multigrado. Ni cuando ayudó a levantar de cero la casita de la madre soltera con dos hijos pequeños.
Ni cuando se fajó por convertir la Sala de Televisión en el confortable y espacioso consultorio del barrio, porque todos querían dividirla en viviendas; y él insistía en que aquel espacio, creado por idea de Fidel, aunque ya había perdido su razón de ser cuando llegó la corriente al pueblo y la gente comenzó a traer sus televisores, tenía que seguir siendo un recinto que beneficiara a todos.
Nada de eso aparecía en la escueta autobiografía que debió escribir alguien más. Pero sí estaba en la memoria de la gente que lo visita a cada rato en su casa para plantearle un problema. La casa que no tiene lujos, casi ni muebles; la casa de desnudas paredes de ladrillo y apisonado piso de tierra, huérfana de decoraciones a excepción de aquel cuadro de Fidel.
Es una imagen de un Fidel maduro; pero joven aún, una foto tomada, quizá, en los ’70, cuando el líder tuvo una influencia real en la constitución de los Órganos Locales del Poder Popular.
Pancho es nuevamente candidato. Perdió la cuenta de cuántos años lleva siendo delegado, desde donde ha intentado, con la misma fuerza que le puso al hacha, perfeccionar el funcionamiento de este sistema de gobierno, desde el pueblo y para el pueblo.
Al lado de su foto de cowboy cubano hay una imagen de una muchacha del pueblo que estudio y regresó y tiene ganas de hacer. Su gente, este domingo, va a votar. En el resto de la Isla el pueblo también va a elegir…