Médicos en el Moncada

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  cuartel moncada medicosFoto: Tomada de Escambray
 
De los médicos que salvaron a algunos moncadistas, entre ellos a Fidel; de los dignos médicos forenses que no aceptaron mentir como querían los sicarios de la tiranía; de los que sin miedo dijeron la verdad, se ha escrito poco.
 
Aquí están algunos nombres: Alejandro Posada Recio, Eduardo Tamayo Silveira, Juan Martorell García, Aurelio Portuondo Álvarez, Manuel Prieto Aragón, José Ramón Cabrales Arjona, Alipio Rodríguez López, Carlos Padrón Ferrer, Eric Juan Pita y Roberto Mas Renedo. Les refiero brevemente parte de esta saga de valor y dignidad.
 
En su histórico alegato en el juicio por los hechos del 26 de julio, Fidel denunciaría cómo los sicarios no respetaron ni siquiera a los heridos en el combate que estaban recluidos en distintos hospitales de la ciudad, a donde fueron a buscarlos como buitres que siguen la presa. Que en el Centro Gallego penetraron y se los llevaron. Y, enfatiza:
 
“No pudieron hacer lo mismo en la Colonia Española, donde estaban recluidos los compañeros Gustavo Arcos y José Ponce, porque se los impidió voluntariamente el doctor Posada diciéndoles que tendrían que pasar sobre su cadáver”.
 
El 26 de julio de 1953, el médico colombiano Alejandro Posada Recio era director de la clínica Colonia Española, de Santiago de Cuba. En este centro, además de Ponce y Arcos Berges estaban recluidos soldados heridos en la acción del Moncada.
 
Sobre la manera en que fue herido y como llegó al centro médico, Ponce Díaz relataría que el combate tomaba grandes proporciones y Fidel, casi desde la misma Posta 3 del cuartel, daba órdenes de avanzar; él con su grupo, protegidos por un carro comenzaron a responder el nutrido fuego de la soldadesca. Así trascurrió un largo rato. Entonces observó que algunos de los compañeros de la avanzada iniciaban la retirada.
 
La posición en que se encontraba estaba sometida a un potente fuego; avanzó decidido hacía la máquina que le quedaba a la derecha. Quedó descubierto y, de pronto, sintió un fuerte impacto que lo tendió en el suelo; estaba herido en un hombro y una mano. Comprendió que debía hacer acopio de todas sus fuerzas si quería salir vivo de allí. Pudo llegar a la acera opuesta, se escurrió entre las casas situadas frente al cuartel y logró alcanzar la calle.
 
Ya en plena calle, interceptó una máquina de alquiler. Sin detenerse a mirar le dijo al chofer: “Lléveme para Siboney.” Él le respondió que no tenía gasolina para llegar hasta allá.” Ponce insistía; pero aquel hombre en lugar de llevarlo para Siboney lo condujo a la Colonia Española y solamente le dijo: “Quédate aquí para que te curen”.
 
La odisea de Gustavo Arcos Bergnes era otra: Durante el combate, frente a la Posta 3 del Moncada recibió una bala en el vientre y se desplomó. Abelardo Crespo lo alzó y llevó hasta un auto; Ciro Redondo tomó el timón, pero chocó con otro auto y el suyo se negó a arrancar; Crespo salió del auto para ir a preguntar a Fidel qué debían hacer, y él también resultó herido.
 
En tanto, Ramiro Valdés oyó que se reclamaba a alguien que supiera manejar. Acudió y tomó el timón. En el asiento trasero, Gustavo Arcos estaba tendido, mortalmente pálido; con las dos manos se sujetaba el vientre. Ramiro, logró dar marcha atrás en aquel auto con los cuatro neumáticos perforados por las balas; llegó a la avenida Garzón.
 
Arcos le dijo: “Llévame a Vista Alegre”. Ramiro, a duras penas pudo llevar el auto “sin gomas” hasta las primeras casas del reparto Vista Alegre. “¿Y, ahora?” –le preguntó a Arcos. Éste con voz muy débil le respondió: “Telefonea al doctor Posada y luego, huye”.
 
El doctor Alejandro Posada Recio vivía en el número 405 de la Avenida Manduley. Ese domingo, 26 de julio, se había levantado temprano para ir a misa. Mientras se afeitaba, vestía y desayunaba, pensaba que las detonaciones eran rezagos del carnaval. Ya estaba en la puerta, dispuesto a salir, cuando sonó el timbre del teléfono.
 
Volvió atrás, lo descolgó y respondió: “Oigo”. Desde el otro lado de la línea le llegó una voz: “Doctor, no puedo decirle mi nombre, pero usted encontrará en la esquina de las calles 11 y 12 a un joven gravemente herido. Él le conoce a usted. Se llama Gustavo Arcos.” No le dieron tiempo nada más que a exclamar: “¡Gustavo Arcos! Pero, ¿cómo?”
 
En el lugar que le habían indicado encontró un auto con los cuatro neumáticos ponchados y un poco más allá, tendido en el porche de una casa, a Arcos. Se acercó y vio que estaba muy pálido y perdía mucha sangre; le preguntó: “Cómo te sientes?” Y, como respuesta solo obtuvo un bosquejo de sonrisa.
 
La calle estaba desierta; debido al tiroteo nadie se atrevía a salir. Arcos era alto y pesado; el doctor no podía solo levantarlo y llevarlo hasta su auto. No se sabe de dónde salió un joven negro que cruzó la calle para ver más de cerca el auto con las cuatro gomas ponchadas; el doctor Posada lo llamó y pidió ayuda.
 
Aquel joven, al llegar a la clínica, trasladó solo a Gustavo Arcos hasta la sala de espera que estaba llena de soldados heridos, el doctor Posada ordenó la rápida atención a todos y al volver para mirar a Arcos y al joven negro, éste había desaparecido. Simplemente había cumplido su deber, sin esperar más.
 
Mientras su hijo Emilio y su yerno, médicos también, preparaban el salón de operaciones, el doctor Posada examinaba los seis heridos.
 
Al poco rato, media docena de militares armados, hasta los dientes, irrumpieron en la clínica muy excitados y uno dijo: “Hemos recibido la orden de llevar a los heridos al hospital militar. Otro preguntó a voz en cuello: “¿Dónde está el director?”
 
--Soy yo –respondió el doctor Posada. Luego miró uno a uno los soldados, y añadió en tono fuerte y firme: --Y como director de esta clínica prohíbo el traslado de los heridos. Todos se quedarán aquí hasta que estén completamente curados.
 
Los militares se retiraron, pero, tal vez media hora después, frente a la Clínica chirriaban las gomas de cinco jeeps y de ellos descendían desaforados, metralleta en mano, unos treinta soldados bajo el mando de un oficial. En un instante, corriendo, invadieron los pasillos y las salas en postura amenazante.
 
Ante tal provocación, el doctor Posada reaccionó con energía diciéndole al oficial: “¡Retire sus hombres, teniente! ¡Es criminal que molesten a mis enfermos!”
 
Se entabló un violento diálogo:
 
--La orden que tengo del coronel Chaviano es la de llevarme a los heridos –vociferó el oficial.
 
--Le digo y le repito que me responsabilizo con la vida de esos heridos, y le prohíbo que me los mueva de aquí –dijo el médico con voz firme, alta, pero sin chillar.
 
La discusión subía cada vez más de tono; y el teniente enfurecido gritó:
 
Entonces me los llevo a la fuerza.
 
En ese caso –ripostó el doctor Posada-- ¡Tendrá usted que pasar por encima de mi cadáver!
 
El galeno Alejandro Posada Recio nació en Colombia en 1895, vino para Cuba y estudió Medicina; alrededor de la década de 1920 llegó a Sagua la Grande para ejercer la profesión y permaneció allí hasta 1937. En ese tiempo conoció a la familia Arcos Bergnes y entabló amistad con ella. Se trasladó a Santiago de Cuba con su familia e hizo suya esa ciudad y su gente. Allí falleció en 1975.
 
OTRO GALENO DE HONOR
 
El capitán médico del Ejército, doctor Eduardo Tamayo Silveira, director del Hospital Militar, le salvó la vida a tres jóvenes moncadistas. Fidel, en La Historia me Absolverá refiere que Pedro Miret, Abelardo Crespo y Fidel Labrador le deben la vida a este galeno.
 
A Crespo los militares lo sacaron del Centro Gallego y trasladaron al Hospital Militar, donde, al igual que a Miret y Labrador le inyectaron alcanfor en vena para matarlos.
 
Crespo, en el momento de la retirada fue herido. En una charla ofrecida en el Centro de Estudio Militar de las FAR, refiere que lo montaron en un auto que iba de regreso a la granita de Siboney.
 
Había perdido bastante sangre y cuando llegamos me desmayé y recuerdo así levemente que un compañero se me acercó tratando de ver en qué condiciones estaba, alguien preocupándose cómo me encontraba --creo que era Fidel—y recuerdo así una luz que se iba apagando a medida que hablaba y decía que yo me iba muriendo. Perdí el conocimiento, parece que me tomaban el pulso, y con el apuro de la cosa pues me dejaron por muerto.
 
Al poco rato –no puedo precisar pues no tenía reloj—recobré el conocimiento, estaba solo –los compañeros se habían ido hacia las montañas—me incorporé con bastante trabajo, salí de la granja hacia una casa de campesinos que había enfrente…”
 
Ángel Núñez trató de parar un carro para llevarlo para Santiago, pero ninguno se detuvo. A la casa llegó un amigo, Julio Mongolé, y accedió a trasladarlo. Lo dejó en el Centro Gallego.
 
“… nos pudieron plasma y estaba en tan malas condiciones que me metieron en cámara de oxígeno… al poco rato me quité la aguja que me ponía el plasma y procuré entonces salir de la cámara de oxígeno; y cuando estaba tratando de irme por la ventana fue que apareció el Ejército…”45 Lo llevaron para el hospital Militar. Ya estaban allí Fidel Labrador y Pedro Miret.
 
Miret había quedado con un pequeño grupo para cubrir la retirada. Entre esos compañeros estaba Labrador. En un momento Labrador se movió para ocupar una posición al lado de Miret, frente a la posta 3. Se ubicó, alzó la cabeza para disparar, e inmediatamente se desplomó: una bala le había entrado por un ángulo del ojo… y salido por la oreja. Miret lo arrastró hacia él; estaba seguro de que estaba muerto. Cuál no sería la sorpresa cuando Labrador le dijo: “Pedrito, llévame al hospital”.
 
Guillermo Granados que estaba se acercó y le dijo: “Fidel, estás herido”. Solo tuvo aliento para contestarle: “Sí, estoy grave, trata de salvarte”. Miret le ordenó a otro compañero que estaba a su lado: “Llévalo para el hospital”. El hospital militar estaba a poco más o menos 20 metros.
 
El compañero se echó a Labrador a la espalda, caminó unos metros, sonaron unos disparos y cayó fulminado.
 
Labrador no fue alcanzado por las balas; no se dio cuenta de lo que pasó; estaba inconciente. “No supe nada más, hasta el 30 de julio que me encontré en el “Saturnino Lora”.
 
Cuando a Pedro Miret y los cuatro compañeros que permanecían en el jardincito frente a la posta 3, se les acabaron las balas, salió sin arma y cruzó el espacio que lo separaba del hospital Militar; los compañeros le siguieron en fila india. Miret entró en el centro asistencial; siguió hasta una galería que da al patio interior. Nadie lo había detenido hasta allí.
 
En ese pasillo vio unas personas que pasaron por delante de él corriendo y luego oyó disparos y gritos. Un soldado le dio un puntapié en la ingle. Cayó, y cuando se levantaba a medias, otro le dio en la cabeza un fuerte culatazo.
 
Sintió que la cabeza se le había abierto en dos por el golpe; sintió que la sangre le cubría los ojos y la nariz; se sujetó la cabeza con las dos manos y se desplomó.
 
En el hospital Militar trataron de que Abelardo Crespo, Fidel Labrador y Pedro Miret, no sobrevivieran. El doctor Tamayo, un verdadero militar de honor, como lo calificó Fidel, a punta de pistola se los arrebató a los verdugos y los trasladó al Hospital Civil.
 
María Julia Guerra Ávila
Author: María Julia Guerra Ávila
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Diplomada en Historia de la nación cubana. Me he dedicado a la investigación y la historia local. Periodista especializada en investigación histórica. Licenciada en Periodismo

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