Huracán de esperanzas
- Por Liban Fernando Espinosa Hechavarría
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Labores de rescate en municipios holguineros. Fotos: Tomadas de Redes Sociales
Dibujando un puzzle como si hubiera sido deshecho por niños se pueden observar múltiples cubiertas ligeras de casas en la carretera. Bloques y ladrillos a la orilla del mar parecieran ser un camino a seguir sin punto de llegada alguno; como flores en sus tallos se encuentran infinidades de piezas de ropas, las cuales sus dueños nunca volverán a vestir.
Ese fue el paisaje de destrucción y desastre que observaron mis pupilas con seis años, tras el paso del temido huracán Ike por Caletones en el costero municipio de Gibara. Pasados 17 años vuelvo a vivir un deja vu, pero en esta ocasión un desastre con nombre de mujer.
Durante las últimas jornadas nuestras vidas han girado en torno a una muchacha rebelde, Melissa. Paseó por el Caribe oriental y llegó a dejar su huella sobre Cuba; como parte de su periplo recorrió, en mayor o menor medida, a las provincias de Holguín, Santiago de Cuba, Granma, Las Tunas y Guantánamo.
Ella anegó en agua a múltiples barrios, desvío de su cauce a ríos y arroyos, interrumpió el paso por carreteras, terminó con la vida de infinidades de árboles, eliminó redes de comunicación y el fluido eléctrico, ¡Guapa la chica!

A pesar de dejar un solo saldo positivo, llenar a más del 90 por ciento de los embalses del territorio, el agua y su escurrimiento provocó la inundación de zonas bajas, es el caso de Cacocum.
Pero ella no contaba con el espíritu de sacrificio y entrega que caracteriza a diario al pueblo uniformado y combativo, agrupado en las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Todavía en fase de alarma, el llamado del deber era evidente para el rescate a más de una treintena de personas atrapadas por el agua en esa localidad.
El silbido del viento había cesado, reemplazado por un silencio pesado, roto solo por el ladrido de los perros, el susurro del pueblo expectante y el goteo obstinado del agua. El huracán Melissa había pasado por Cacocum como una apisonadora.

En ese escenario de caos, cuando el sol comenzaba a ceder ante la amenaza de la noche, se escuchó un rumor diferente. No era el motor de un camión pesado, sino un ronroneo más bajo, más táctico. De la penumbra creciente emergió una figura anfibia, verde olivo y recién salida de las aguas del desastre. Era un vehículo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, un “sapo” mecánico que avanzaba con determinación férrea sobre un terreno que ya no era tierra firme ni río, sino una zona inmunda.
Su misión era clara y urgente: personas atrapadas en lo que había sido su casa, ahora una isla precaria rodeada por la crecida de un arroyo convertido en bestia. Cuatro horas. Ese era el margen antes de que la oscuridad total convirtiera el rescate en una proeza casi imposible.
Los soldados, con el uniforme pegado al cuerpo por el sudor y el agua estancada, se movían con una sincronía milimétrica. Sus voces, serenas y firmes, eran un bálsamo contra el pánico. Uno de ellos se adentró probando el terreno con un palo, buscando un camino donde solo había traición. Cada paso era una batalla contra la succión del lodo y los filos invisibles de los escombros sumergidos.

“¡Por aquí!”, gritó, y su voz cortó la tensión como un cuchillo. El anfibio, guiado por esas manos expertas, se reacomodó. Era un baile peligroso entre la máquina y el fango, un pulso contra la naturaleza enfurecida.
Mientras la noche se instalaba, envolviendo a Cacocum en un manto húmedo y oscuro, las linternas de los soldados se convirtieron en los únicos faros de esperanza. Sus haces de luz barrían el desastre, iluminando el camino a seguir.
El rescate fue lento, meticuloso. No hubo acción cinematográfica, sino la fuerza serena de brazos que cargaron a la anciana sobre sus hombros, convirtiéndose en sus pilares en un mundo que se había vuelto líquido y hostil. Las personas fueron trasladadas con una cuidado casi paternal, sus cuerpos iban a salvo en el regazo de aquellos hombres hechos de deber y coraje.

Cuando la última persona estuvo a bordo del anfibio, un suspiro colectivo, mezcla de agotamiento y alivio, se elevó en la noche. El vehículo, ahora cargado de vidas rescatadas, inició el lento viaje de regreso a través de la ciénaga.
Fueron cuatro horas exactas. Cuatro horas en las que la heroicidad no tuvo el rostro de un superhombre, sino el de soldados anónimos con los pies embarrados y la determinación clara. Fue el heroísmo de la eficacia, de la disciplina convertida en compasión activa. En la oscuridad de Cacocum, bajo un cielo que empezaba a mostrar las primeras estrellas tras la furia de Melisa, el verde olivo de aquel anfibio fue el color de la vida.

Nadie podrá negar que un huracán, y Melissa especialmente, es un fenómeno meteorológico que se produjo por una perturbación atmosférica en que la masa de aire se desplazó a gran velocidad, girando alrededor de un eje y acompañada de intensas lluvias, vientos fuertes y bajas temperaturas.
Pero tampoco nadie podrá negar que una recuperación en la que se encuentren los cubanos, es un fenómeno indescriptible y movilizador que se produce por una perturbación de solidaridad, en que la masa se desplaza y moviliza a gran velocidad, girando alrededor de un eje "el amor revolucionario", acompañado de intensas lluvias de trabajo, vientos fuertes de optimismo y bajas temperaturas de apatía; porque Cuba es un huracán de esperanzas.
