Maternar, un concepto
- Por Yenny Torres
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Foto: Elder Leyva
Infinitivo, por su terminación y porque su acción y efecto es realmente infinito. Transitivo, porque requiere de algo más para completar su significado, porque su función recae sobre alguien.
Maternar es sentir la lluvia de juguetes en la sala recién organizada, el jarro de agua en el piso limpio; la compota derramada. Es el cesto medio lleno justo el día que lavaste todo. Es encontrar desmoronadas las horas dedicadas a organizar el closet, como si la ropa fuera minutos esparcidos por el cuarto.
Es ver el cosmético plasmado en un arcoíris de papel. Es el “Doodle Art” en la pared, el labial en el espejo. Es el búcaro roto, y ver perderse el caro champú en la tasa del baño. Es hacerlo todo con el bebé en brazos, avivando la cervicobraquialgia, el dolor de la columna y el esternón. Es recoger, limpiar, lavar, y volver a recoger.
Maternar es verte entregando el celular en manos de quien juraste alejar de las pantallas. Es soñar que alimentas con el plato de vegetales, frutas, jugo natural y despertar en la realidad con un plato de mariquitas, galletas catalizadoras de alergias y refrescos artificiales. Es llegar a pensar que la semana es una merienda sostenida, por ser la palabra más popular en casa.
Es creer que puedes aplastar con música infantil el reguetón. Es la pelea por el juguete como background de la llamada telefónica, la incesante queja por lo que hizo el otro mientras te intentas concentrar, es el sabotaje a las musas en teletrabajo. Es un “tengo hambre” como estribillo de la melodía cotidiana.
Es sentir como espada de Damocles las expectativas sociales sobre la crianza, las comparaciones con otras madres, la imagen a proyectar. Es la sensación de no hacerlo bien del todo. Quedarte con las ganas de cultivar buenas costumbres, de enseñar más, porque el trabajo, las necesidades y el apagón te lo impiden.
Es cambiar las series psicológicas por las infantiles, y en lugar de hablar del audiovisual de turno hacerlo de Bluey, Sofía o Sheriff Labrador. Es sentir ganas de echar un grito más grande que el de Munch y regresar aliviada.
Es perder tu lugar en la cama a cambio de unos pies encima. Es ser consciente de que el aumento de su tamaño es proporcional al de nuestras preocupaciones.
Es ver cómo los horarios de sueño cambiados persisten. Piensas que con el biberón de las ocho podrás acostarte, pero llegan las 12 y te pide pan, la una y vas por otro biberón y también por otra noche de insomnio inducido.
Es detener el balance, verle los ojos cerrados, sentir el cuerpo pesado en señal de reposo, pararte suavemente y escuchar un “mamá, canta más Pío pío”. Es sentir un agotamiento de 25 horas al día y un rendimiento como de 12. Es la lucha diaria entre lo que dices que vista y lo que quiera vestir.
Pero también es creer que el mundo se derrumba si se les achurra la mirada, porque todo está bien, si ellos lo están, y eres capaz de lo que no creías serlo con tal de tenerle la medicina. Y te entregas el triple, y no logras unir los párpados por mucho tiempo, con esa especie de instinto natural que te lo permite, que te hace intuir, conocer, diagnosticar.
Es sentir cómo la baba de sus besos puede borrar el cansancio del día; cómo las medias palabras (porque aún no se pronuncian completas) tienen más convencimiento que el mejor discurso; es derretirse, en buen cubano, con sus abrazos; y olvidar, es olvidar todo lo malo y lo tedioso, lo cansado y lo complejo, lo irritante y lo esforzado, las renuncias y los cambios en el maravilloso caos de la maternidad. Es la definición dada por la vida, la más real de las academias, la cual nos muestra un diapasón de esencias y conceptos, mas maternar es eso, un maravilloso caos, y, por suerte, prima la maravilla.