Secuela buena
- Por Rubén Rodríguez González
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Rubén Rodríguez, junto a la doctora Yoxaine Rodríguez Escalona, quien le entrega el alta epidemiológica.
Como exrecluso o náufrago rescatado me sentía al día siguiente de mi egreso del hospital militar Fermín Valdés Domínguez, de Holguín; la mañana era luminosa y las ventanas dejaban pasar a torrentes la luz y los amables sonidos del vecindario.La vida seguía, pero algo había cambiado.
A pesar de no haber padecido fiebre, tos o falta de aire, las secuelas aparecieron como disnea, fatiga al andar y subir escaleras, cefalea, dolores musculares o aquella breve sensación cuando las piernas se volvieron una masa gelatinosa incapaz de sostenerme. A la hora de dormir, insomnio. Al tratar de leer o escribir, falta de concentración. Rachas de angustia desplazaban la euforia por la sanación. En los mensajes, amigos convalecientes reportaban efectos más agresivos.
No estuve solo: a diario pasaron por casa las doctoras del consultorio, en la pesquisa diaria, ellas dieron explicaciones al malestar. Dos semanas debía permanecer aislado, hasta el alta epidemiológica. El encierro fue respetado rigurosamente. Luego de pasar por la COVID son inevitables dos temores: infectar y reinfectarte.
En el “Militar” había preguntado sobre inmunidad adquirida, la explicación fue objetiva: depende de la respuesta inmune de su organismo y, de existir, le inmuniza solamente, por breve tiempo, de la cepa que padeció.O sea, no era el “amo del plasma hiperinmune”, como me dice una amiga querida.
El protocolo de desinfección de la casa, en sus vínculos con el exterior, fue riguroso; recuerdo los rostros de los vendedores ante las rociadas de hipoclorito a los recipientes para agua potable, las bolsas y el dinero. Nunca hubo contacto directo con los amigos y vecinos, que depositaban su ayuda en el muro, donde era desinfectado cualquier objeto proveniente de afuera. Los vegetales eranlavados con detergente y agua clorada.
Quedó como anécdota la zozobra del día en que confundí secuelas con síntomas y las referí a la doctora, quien activó el sistema de respuesta rápida, que desembarcó en casa a un médico y un fumigador de escafandra. Diez minutos más tarde, tenía la casa fumigada y una remisión por sospecha de COVID. Afortunadamente, todo se aclaró a tiempo.
De esos días quedó, sin embargo, una herencia amable. Haber ganado nuevos amigos entre los pacientes y sanitarios de la terapia intermedia del hospital y que no faltara la solidaridad de los vecinos, amigos, colegas, conocidos e incluso de personas desconocidas, con cientos de mensajes y llamadas telefónicas, que no ceso de agradecer, como que se orara por mí en tantos hogares y templos. Tampoco faltó la ayuda palpable, en víveres y medicamentos, esa que en tiempos de escasez se valora el triple.
Las molestas secuelas, atribuibles también a la abundante medicación, fueron quedando atrás… y los días pasaron, aunque permanece la inquietud de los perros, que se echan a mis pies y me miran intensamente. El dilatado aislamiento preventivo de algunos contactos preocupaba también, aunque el saldo fue triunfal: 24 contactos y ninguna transmisión. Cumplido el plazo, volvieron los embozados: se nos realizó el PCR, que en 72 horas nos declaró oficialmente curados de la COVID-19.
Ahora, se nos da seguimiento por el área de salud, el resultado de los análisis de sangre y orina y el electrocardiograma resultó óptimo y esperamos ocurra lo mismo con las radiografías. También se nos ha asignado una especialista para apoyo sicológico.
Por todo lo visto y vivido, me aterra la irresponsabilidad rampante y la ignorancia temeraria de tantas personas que, a pesar de las medidas restrictivas, siguen retando al destino y proclamando su peligrosa inconsciencia. Por la misma causa, nos da tanto placer responder cada día a la pesquisa sanitaria: No, no tenemos tos, fiebre, síntomas respiratorios, diarrea ni pérdida de olfato o paladar. Estamos bien. Muy bien.
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