Memorias de inocencia y dolor

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Era 24 de noviembre y para aquellos jóvenes transcurría una tarde de viernes como cualquier otra, solo trastocada por la demora de un profesor. Con el Cementerio de Espada muy cerca de su local de clases, algunos decidieron entrar y recorrer sus patios, juguetearon por los alrededores y se marcharon, sin sospechar siquiera la tragedia de los siguientes días.

 

El vigilante del cementerio, molesto por la supuesta afectación de sus siembras, hizo una falsa declaración al gobernador político, Dionisio López, y los estudiantes fueron acusados de dañar el nicho donde reposaban los restos de Gonzalo de Castañón, periodista defensor del colonialismo español quien había fallecido el año anterior en un duelo con un patriota cubano en Estados Unidos.


Aquellas funestas palabras cuyas consecuencias nadie hubiese vaticinado, serían suficiente para que el gobernador procediera a apresar a los jóvenes. Mientras asistían a sus clases, 45 estudiantes del primer año de Medicina fueron encarcelados el 25 de noviembre y procesados al siguiente día en juicio sumarísimo.


Si bien el tribunal no halló razones para condenar a los acusados de ningún delito, los sucesos de aquellos días ya habían despertado un brutal sentimiento anticubano en los sectores integristas más reaccionarios de la capital, sobre todo dentro del tristemente célebre Cuerpo de Voluntarios, quienes secuestraron el caso desde su inicio.


Los Voluntarios fungían como un organismo paramilitar servil al colonialismo español, de carácter muy violento, el menor pretexto les bastaba para sembrar el terror. Sumado a ello, Gonzalo de Castañón era una figura admirada dentro de este movimiento y el fallo del primer juicio fue rechazado por ellos y desataron su furia entre gritos y amenazas.


Muy pronto se convocó a un segundo juicio, donde de nada sirvió la digna defensa llevada a cabo por el capitán español Federico Capdevila: el único fin era darle a los Voluntarios la sangre que tanto pedían. No solo declararon culpables de “profanación” a los cinco estudiantes que habían estado en el cementerio, sino que tres más fueron elegidos al azar, y se condenó a fusilamiento a un total de ocho jóvenes para completar el cruel castigo.


El 27 de noviembre de 1871, en apenas cuestión de horas se firmó la sentencia y fue leído el fallo. Anacleto Bermúdez, Alonso Álvarez de la Campa, José de Marcos Medina, Eladio González, Carlos de la Torre, Carlos Verdugo, Ángel Laborde y Juan Pascual Rodríguez fueron condenados a muerte y conducidos a la capilla para confesarse en sus últimos minutos de vida.


Uno de los sobrevivientes del trágico suceso, Teodoro Zertucha, tenía 19 años en aquel momento y su testimonio, relatado más de 70 años después, es la huella del dolor y la tristeza de esos días.


“Hubo abrazos y hubo lágrimas…Yo estaba cerca de la puerta y los vi salir uno a uno, mientras en sus manos inocentes los voluntarios ponían esposas. Marcharon por entre una doble fila de voluntarios que los miraban indiferentes. Levantando las manos esposadas cuando pasaban por cerca de nuestra galera nos decían adiós. Iban serenos, yo los vi ir…”


Poco después, esposados y con un crucifijo entre las manos, caminarían hasta el lugar donde fueron ejecutados, de dos en dos, de rodillas y de espaldas al pelotón de fusilamiento. Apenas tuvieron tiempo para despedirse o decir algo, no dejaron más que mensajes como desgarradores testimonios de los sueños y el futuro que, injustamente, el odio aniquiló.


En la década de 1880, Fermín Valdés Domínguez, como sobreviviente del hecho, demostró la inocencia de sus compañeros y, en homenaje a su memoria, encabezó una iniciativa para dar digna sepultura a sus restos, tratados con desprecio por el colonialismo español. Con sus palabras, dejó constancia del sentir de todo un pueblo: “De rodillas sobre la tumba de mis hermanos muertos escribo en la tierra que los guarda este epitafio: ¡Inocentes!”

 

 

Susana Guerrero Fuentes
Author: Susana Guerrero Fuentes
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Licenciada en periodismo. Siempre es un buen momento para contar historias

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